martes, 14 de mayo de 2013

Way out





























En la casa donde nací
no había libros por el suelo, ni juguetes, ni ropas
ni estanterías, ni sillones, ni lámparas de lectura,
no había vida.
Pero había ventanas,
por eso aprendí a mirar a fondo
la biografía que inventaba,
a desnudar los pensamientos por la mañana,
cuando sentía que era libre.
Y aprendí a leer el alfabeto de las bocas. Es así.
Supe entonces, que lo que me decían,
casi nunca era lo que pensaban.
En ese momento, quise hacer el equipaje
y buscar  solo a personas
que me hablaran de la soledad del alma,
de los renglones que tenía que saber,
de las señas para encontrar mi piel,
personas que quisieran por defecto,
que celebraran sin más,
que me dieran la mano,
mientras hacía las cuentas de una tarde,
en la orilla de un café,
mientras la lágrima del amor propio,
de esta puñetera construcción,
me decía que abandonara ya,
mientras buscaba la hora
en los ojos de la mesa de en frente.
La prisa de la soledad,
el mareo del cisne en la orilla,
cuando olvidaba los mapas de los sueños.
Aquel miedo a perderme.
Aquel sueño de perderme.
Las ganas infinitas de ser
y de no hacer daño...
la tristeza de no atreverme del todo,
a viajar la soledad sin prisas

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